sábado, 23 de julio de 2011

¿A que derrota llegas muchacho?


Hace más de treinta años que leí este texto. Me impactó. 
Lo guardé en una carpeta. He tirado de él en algunos momentos de mi vida, para buscar en él razones. 
Estos días estoy repasando algunos de los contenidos de esas carpetas de archivo, para deshacerme de aquellos artículos que han perdido vigencia o que ya no son interesantes y de nuevo dí con él.
Estaba escrito en tiempos en los que la iglesia aún mantenia ciertos compromisos con los ideales de su creador y había "curas obreros", o gente como el cura Llanos, (el cura rojo) que apostolaba en el Pozo del Tío Raimundo en Madrid, donde muchos de nuestros paisanos cordobeses habían aterrizado en la gran urbe para ganarse el sustento. 
Eran momentos en los que una presencia muy importante de la Iglesia Católica española mantuvo una clericalización de la izquierda comunista, como parte de una concienciación social de la Iglesia, que como todos podemos ver, en nada ha quedado. 
En todo este camino hemos quemado tanto, que parece mentira que aún mantenga su valor y quizas lo haya recobrado con más intensidad.

Para que quien quiera lo lea y piense...
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Me ha angustiado tu carta de hoy, muchacho. ¡Te muestras tan seguro de ti mismo, te sientes tan gozoso de "haber madurado"! Te juro que he temblado al percibir esa punta de desprecio con que hablas de tus años juveniles, de tus sueños, de aquellos ideales que -dices- "eran, sí, hermosos, pero irrealizables". Ahora me explicas, te has adaptado a la realidad y, con ello, has triunfado. Tienes un nombre, una buena casa, un cierto capital, una familia... Exhibes todo eso como si fueran joyas en el escote de una dama. Sólo, en medio de tanto orgullo, se te escapa un diminuto relámpago de nostalgia al reconocer que "aquellos absurdos sueños eran, cuando menos, hermosos".
Tu carta ha evocado en mí un viejo texto del doctor Schweitzer que desde hace veinte años me persigue. Me gustaría que te lo aprendieras de memoria, porque puede ser tu última tabla de salvación:
"Lo que comúnmente nos hemos acostumbrado a ver como madurez en el hombre es, en realidad, una resignada sensatez. Uno se va adaptando el modelo impuesto por los demás al ir renunciando poco a poco a las ideas y convicciones que le fueron más caras en la juventud. Uno creía en la victoria de la verdad, pero ya no cree. Uno creía en el hombre, pero ya no cree en él. Uno creía en el bien y ahora no cree. Uno luchaba por la justicia pero ahora ha cesado de luchar por ella. Uno confiaba en el poder de la bondad y del espíritu pacífico, pero ya no confía. Era capaz de entusiasmos, pero ya no lo es. Para poder navegar mejor entre los peligros y las tormentas de la vida se ha visto obligado a aligerar su embarcación. Y ha arrojado por la borda una cantidad de bienes que no le parecían indispensables. Pero que eran justamente sus provisiones y sus reservas de agua. Ahora navega, sin duda, con mayor agilidad y menos peso, pero se muere de hambre y de sed."
¿Es cierto entonces que creer es tan terrible? ¿Vivir es simplemente ir abandonando? ¿Eso que llamamos madurez es simplemente ingreso en los cuarteles de la mediocridad?
Me gustaría amigo, que antes de exhibir tanto orgullo te atrevieras a repasar esa lista de seis batallas y te preguntaras a ti mismo a qué derrota llegas, seguro que de ahí deducirás que te queda de humano.

La primera batalla se da en el campo del amor a la verdad. Suele ser la primera que se pierde. Uno ha asegurado en sus años de estudiante que vivirá con la verdad por delante. Pero pronto descubre uno que, en esta tierra, es más útil y rentable la mentira que la verdad. Abres los ojos y ves como a tu lado progresan los babosos, los lamedores. Y un día tú también muchacho tiras por la borda la incómoda verdad. Ese día, muchacho, sufres la primera derrota, das el primer paso que te aleja de tu propia alma.
 
La segunda batalla tiene lugar en los terrenos de la confianza. Uno entra en la vida creyendo que los hombres son buenos (...) Y ahí ya está esperándonos el primer batacazo. Es una zancadilla estúpida o, incluso, una traición que nos desencuaderna el alma precisamente porque no logramos entenderla. Y nuestra alma, herida, bascula de punta a punta. El hombre es malo, pensamos. (...) El alma forrada de cuchillos es nuestra segunda derrota.
 
La tercera es más grave porque ocurre en el mundo de los ideales. Uno ya no está seguro de las personas pero cree en las grandes causas de la juventud: en el trabajo, en la fe, en la familia, en tales o cuales ideales políticos. Se enrola bajo esas banderas. Aunque los hombres fallen, éstas no fallarán. Pero pronto se ve que no triunfan las banderas mejores (...) Se descubre que el mundo no mide la calidad de las banderas sino su éxito. ¿Y quién no prefiere una mala causa triunfante a un buena derrotada?
 
La cuarta batalla es la más romántica. Creemos en la justicia y la santa indignación se nos sube a los labios. Gritamos. Luego descubrimos que el mundo nunca cambia con gritos y que si alguien quiere estar con los despellejados, ha de perder su piel. Y un día descubrimos que no se puede conseguir la justicia completa y empezamos a pactar con pequeñas injusticias, con grandes componendas. Ese día caemos derrotados en la cuarta pelea.
 
Todavía creemos en la paz. Pensamos que el malo es recuperable, que el amor y las razones serán suficientes. Pero pronto se nos eriza el alma, comenzamos a desconfiar de la blandura, decidimos que puede dialogarse con éstos sí pero con aquellos no. No pasará mucho tiempo sin que decidamos  imponer nuestra paz violenta, nuestras santísimas coacciones. Es la quinta derrota.
 
Quedan aún algunas ráfagas de entusiasmo, leves esperanzas que rebrotan leyendo un libro o viendo una película. Pero un día las llamamos "ilusiones", un día nos explicamos a nosotros mismos que no hay nada que hacer, que el mundo es así, que el hombre es triste.
 
Perdida esta sexta batalla del entusiasmo, al hombre ya sólo le quedan dos caminos: engañarse a sí mismo creyendo que ha triunfado, taponando con placer y dinero los huecos del alma en los que habitó la esperanza, o conservar algo de corazón y descubrir que nuestro barco marcha a la deriva y que estamos hambrientos y vacíos, sin alma.
 
Me gustaría que, al menos, te quedara esta angustia, amigo que hoy me escribes. Y que tuvieras aún el valor suficiente para preguntarte a qué derrota has llegado, muchacho.


4 comentarios:

  1. Clarividentes reflexiones que nunca perderán vigencia. Gracias por sacarlas a flote. Nos pueden servir a cualquiera de salvavidas.

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  2. Pero ¿esperábamos otra reacción?m La iglesia siempre estará contra los cambios.

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  3. Francamente no entiendo que tiene que ver la descripción del ser tan ruin que analiza este ilustre señor, con la madurez.

    Creo que la mentira es una magnifica herramienta para salirse por la tangente; de no querer, no ser capaz o tener la valentía de afrontar la realidad de uno mismo, lo que irremediablemente te lleva a la segunda derrota, la de la confianza.

    Si te empeñas en no reconocer al que ves en el espejo, como te vas a fiar del que tienes delante? Cual será su cara oculta??

    La mentira tiene las patas muy cortas y consigue meterte en situaciones truculentas que crecen como una bola de nieve. Ofende la inteligencia de tu interlocutor, quien posiblemente acepte la realidad que te empeñas en negarle.

    ¿Que suele provocar esto? Que esa es la persona que te empeñas en apartar de tu camino,de la que desconfías. Cuando en realidad te está dando una y otra oportunidad para que te reflejes en su espejo y te aceptes a ti mismo. Es cierto que todos tenemos un límite y puedes acabar tirando la toalla después de tanta muestra de amor incomprendida.

    Pero ya sabemos que la desconfianza empequeñece al ser humano.

    A mi modo de ver, la descripción es de un inmaduro absoluto y, ya de paso, de un analfabeto emocional. Eso, o es que yo aún soy muy inmadura y no he comprendido nada..

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  4. Probablemente Bikeress, sea lo último, que aún no has madurado o te mantienes en rebeldía, pero la triste y cruda realidad que vemos a nuestro alrededor cuadra en estos términos. O yo también soy un inmaduro, claro.

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